Estaba el otro día llegando de una comunidad en la montaña y estaba lloviendo fuertemente, los ríos estaban desbordados, y en una quebrada, no había pasada, tenía un compromiso, y orando pedí al Señor su ayuda y me dispuse a pasar el puentecito, llevaba puesta la doble tracción y aceleré fuerte, ya entrando en el puentecito, se sentía la fuerza de la corriente y movía la camioneta, en un momento, patinó y costaba continuar, los hermanos que iban conmigo se pusieron nerviosos, pero al final salimos, no sin un poco de susto, por la lluvia incesante y la corriente.
Y les decía no sean de poca fe, el Señor siempre nos extiende la mano... , aunque ciertamente fue osado el haberlo hecho y me sentía como Pedro, y pensaba en mi interior, se me movió el piso, recordando que había clamado al Señor y Jesús: “extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”(Mt 8,26)
El Señor relaciona el hundimiento de Pedro con un momento de duda, de poca fe y confianza en Él. Al experimentar el oleaje y la fuerza del viento, Pedro se deja vencer por el miedo que lo lleva a desconfiar en el Señor.
Entonces, de un momento para otro, todo lo que era firme y sólido bajo sus pies deja de serlo, la seguridad que se tenía desaparece para dar paso a una experiencia de total inseguridad y “hundimiento“, de no tener dónde afirmarse, de ahogarse en medio de las aguas turbulentas. Para Pedro y para todo discípulo, llamado a hallar su consistencia en el Señor Jesús, esta duda significa hundirse en las profundidades del mar, de la muerte, a menos que acuda nuevamente al Señor implorando humildemente su auxilio. Solo la fe y confianza en Dios le devuelven la solidez y consistencia.
Nuestra vida es como una pequeña barca en medio de la inmensidad del mar, pequeña, frágil, zarandeada a veces por fuertes vientos y tempestades, las pruebas de la vida que nos hacen percibir nuestra terrible fragilidad e inconsistencia.
Sin embargo, como no nos gusta sentirnos ni mostrarnos frágiles, y porque tenemos una como “necesidad de seguridad”, hacemos todo lo posible para olvidar esa realidad, aprendemos a ser autosuficientes y a manejarnos en la vida de tal manera que tengamos todo bajo control. Incluso llegamos a manipular situaciones o personas para que todo salga “como yo lo he planeado”. Así nos sentimos seguros, tranquilos.
¿Y cuándo las cosas escapan de mi control? ¿Cuándo las cosas no suceden como yo esperaba? ¿Cuándo inesperadamente muere un ser querido? ¿Cuándo fracasa mi negocio o mi matrimonio? ¿Cuando tenía mis planes hechos y percibo el llamado del Señor que cambia todos mis planes? ¿Cuándo un hijo o hija me anuncia que quiere consagrar su vida al Señor? ¿Cuándo me toca una durísima prueba? Entonces parece que el suelo bajo nuestros pies se deshace, parece que caemos al vacío, el miedo nos invade, queremos pisar firme y no encontramos dónde.
Es entonces cuando experimentamos las dificultades, la inseguridad, la fragilidad, cuando debemos aprender a mantenernos firmes en la fe. Es entonces cuando hemos de decirle al Señor: “¡Ya que eres Tú, mándame ir donde Ti sobre las aguas!”. Que pueda yo también caminar sobre el mar embravecido de las pruebas que experimento en mi vida.