martes, 1 de febrero de 2011

Lo que la modernidad debe a la Iglesia Católica

ForumLibertas

El Concilio Vaticano II hace, en palabras de González de Cardenal, una relectura de la Revelación, en la medida que la palabra de Dios, que inspira el texto bíblico, hace posible una mayor comprensión de la realidad y la convivencia entre los hombres. Palabra de sentido, primero, sin la que la comprensión deviene imposible, y palabra de salvación después. Se pasaba así de un cristianismo de contraste y enfrentamiento a otro de diálogo, concordia; buscando la colaboración para construir la humanidad.


Pero ¿con quién buscaba este diálogo la Iglesia? Pues con una época que comenzaría a periclitar rápidamente, precisamente en la década de la finalización del Concilio, en los años sesenta, cuando debía producirse el inicio de sus aplicaciones. Los tiempos que finalizaban eran los de la modernidad, nacidos con la Ilustración y la Revolución Francesa, que conllevaba la implantación de la razón como principio supremo. En este marco, necesariamente por tanto en la racionalidad, tiene la primacía la libertad sobre la autoridad, la experimentación científica sobre toda tradición, la autonomía de la persona como condición necesaria. En aquel mayo del 68 explotaron grandes revueltas universitarias en Berkeley, Paris, Milán, y también en centros católicos de primera división como Tubinga. Iba a empezar la llamada postmodernidad, en realidad el principio de nuestro actual período postilustrado, que en primera instancia liquidaba al padre, a la modernidad, de la que era una consecuencia. El resultado ya no podía ser el previsto por el Concilio Vaticano II. La Iglesia se fue quedando primero sin interlocutor moral y cultural, y después, en una aparente paradoja, con el paso del tiempo se ha convertido en la heredera de la modernidad. En ella todavía es posible encontrar la importancia de la razón humanista, sin apelaciones a la oscuridad de las supervisiones, ni al hiperracionalismo reduccionista, que todo lo toma prestado de la metodología de la física.

La Iglesia se ha convertido en el reducto de la cultura con mayúsculas, la reserva del horizonte de sentido humano, de la estética y la belleza, y de la libertad entendida como una opción del cordero. Al igual que sucedió con el patrimonio cultural de la Antigüedad clásica, la Iglesia conserva y transmite el patrimonio de la modernidad. Naturalmente, y como en el precedente histórico, lo hace en sus términos. Es una conservación en buena parte 'traducida' o recreada, pero en lo que es fundamental, como la articulación de la modernidad en toda la tradición cultural precedente que la hace posible, es quel único intelectual orgánico que desarrolla hoy esta función en la Humanidad. La pérdida aterradora de la cultura de las humanidades de la que se escandaliza Vargas Llosa en su nuevo libro, La Civilización del Espectáculo, sólo tiene como antídoto global la cultura generada desde el catolicismo.

La Iglesia hizo en el Concilio Vaticano II un gran esfuerzo para integrar los mejores ideales de la modernidad. Tenía una ventaja: su decantación por el paso de los tiempos, la verificación histórica de lo que realmente parecía bueno de aquella gran transformación. Hizo un gran esfuerzo para dialogar y dar respuesta que pudiera sanar y santificar la vida humana. El recorrido conjunto con toda la humanidad, hasta separarse justo en el punto con los que se bifurcan en los caminos, con los que no creen en la santidad sobrenatural, era inmenso. Por otro lado, sí podía compartir el camino cumplido con todos, valorando, poniendo en primer término ético el sacrificio humano al servicio del otro. El problema fue que el acompañante empezó a deslizarse y a transformarse en una realidad diferente. Y es que la crisis de 1968 fue una crisis cultural. Un fracaso político, porque reforzó los componentes más liberales del sistema establecido, todo lo contrario de lo que pretendían sus promotores, pero un éxito en la transformación de la vida de la gente.

El papel de la Iglesia hoy está más cerca de lo que se desarrolló históricamente, con la destrucción del Imperio Romano y la cultura clásica, que de la inicialmente pensada en 1959 al convocar el Concilio, o en 1965 al concluirlo. Salvar los daños a la humanidad hoy significa evangelizar de nuevo; ciertamente, al tiempo que reconstruir toda una cultura que vuelva a dar sentido a la existencia humana. El trabajo hecho por ese último Concilio aporta el marco de referencia, el 'lugar' donde pensar y las categorías para hacerlo. Su papel aún es más trascendente si es que se puede decir así, no se trata tanto de dialogar con una realidad humana, la modernidad, como de salvar la propia realidad humana.