BARCELONA, sábado, 5 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-Publicamos la ponencia "Conciencia cristiana y cultura política en las enseñanzas de San Josemaría Escrivá de Balaguer", que pronunció monseñor Ángel Rodríguez Luño, decano de la facultad de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma), en las 46 Jornadas de Cuestiones Pastorales, celebradas del 25 y 26 de enero en Castelldaura.
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1. La formación de la conciencia en materia social y política
Conviene aclarar inicialmente qué significado puede tener la expresión "cultura política" en las presentes reflexiones. En los escritos de San Josemaría Escrivá de Balaguer no se encuentran lo que comúnmente llamamos "ideas u opiniones políticas", es decir, consideraciones dirigidas a proponer o a sugerir una solución concreta a un determinado problema político, en concurrencia con otras soluciones posibles y legítimas para un ciudadano católico. En este sentido afirmó más de una vez: «Yo no hablo nunca de política»[1], y siempre se negó a intervenir en el juego de las opiniones que suelen determinar la adscripción de los ciudadanos a un determinado partido político, a un sindicato, a un movimiento cultural, etc., con el propósito de contribuir noblemente a la configuración política del propio país. Nunca permitió que sus palabras o su actividad fuesen interpretadas en sentido político, ni quiso influir en modo alguno sobre los demás en ese plano. Tampoco preguntó a nadie por sus preferencias políticas. Más adelante quedarán claras las importantes razones a las que responde esta línea de conducta.
Los escritos de San Josemaría contienen, en cambio, abundantes enseñanzas acerca de la acción social y política de los ciudadanos, que se dirigen a exponer los puntos capitales de la ética social y política, así como de la doctrina social de la Iglesia, en cuanto que tales enseñanzas forman parte «de los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo»[2]. Se trata, escribía una vez, de enseñar a «comportarse como buenos cristianos: conviviendo con todos, respetando la legítima libertad de todos y haciendo que este mundo nuestro sea más justo»[3]. Conviene precisar que la actividad de San Josemaría no tuvo como finalidad directa la consecución de objetivos concretos de justicia social y política. Sus enseñanzas constituyen más bien una apremiante llamada «a una plenitud de vida cristiana que, por verificarse en medio del mundo, connota constantemente frutos de transformación social, de instauración de la justicia, de fraternidad y de paz»[4]. Queda siempre bien claro que la llamada a la plenitud de vida cristiana trasciende las realizaciones en el plano social y político, que vienen a ser «como efectos que advienen a modo de redundancia o añadidura, respecto a la realidad central: la radical identificación con Cristo»[5].
El modo de armonizar la legítima libertad política de los ciudadanos con la formación ético-social que constituye como el común denominador de la cultura política de los católicos, nos parece una nota muy característica de San Josemaría, cuya adecuada comprensión requiere un breve esclarecimiento de las relaciones que existen entre la fe cristiana y la política.
2. Fe y política
Las relaciones entre fe cristiana y política han de colocarse en un cuadro teológico fundamental[6]. Éste es, para San Josemaría, la llamada universal a la santidad, dinamismo profundo de la vida moral cristiana, que comporta una intensa concentración cristológica. Cornelio Fabro, autor de uno de los mejores estudios teológicos sobre los escritos de San Josemaría, advierte en ellos la presencia constante y unificante de «una comprensión singularmente rica y coherente del misterio de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre», que permite encontrar en la «Encarnación del Verbo el fundamento perennemente actual y operativo de la transformación cristiana del hombre y, a través del trabajo humano, de todas las realidades creadas»[7]. La coexistencia armónica de la plenitud divina y humana en Cristo se convierte en paradigma de la armonía de lo sobrenatural y de lo humano en la existencia y actividades del cristiano. Glosando un pasaje de la Epístola a los Colosenses (1, 19-20), San Josemaría afirma: «Hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades -buenas, nobles, y aun indiferentes- que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte»[8]. No sólo no hay contraposición entre la vida de relación con Dios y el empeño por colaborar con los demás en la construcción del bien común, sino que este empeño se convierte en camino de unión con Dios, sea porque se trata de un deber cívico de todos los ciudadanos que en los cristianos queda asumido también por la caridad, sea porque los ciudadanos cristianos lo ejercen de acuerdo con su conciencia informada por los valores evangélicos, que de este modo producen resultados concretos en el ámbito social[9].
Si San Josemaría rechaza cualquier visión del cristianismo que no perciba «su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias»[10], rechaza con no menos fuerza cualquier planteamiento que olvide la trascendencia de la fe cristiana y de la misión de la Iglesia respecto a las diferentes síntesis político-culturales concretas presentes en el mundo a lo largo de la historia. Los fieles laicos están llamados a «santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención»[11], pero su cometido en la tierra, precisa San Josemaría, no se puede pensar como «el brotar de una corriente político-religiosa -sería una locura-, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres»[12]. Identificar plenamente la fe cristiana con una concreta síntesis cultural o con un determinado proyecto político, por muy bueno que fuese, sería algo en sí mismo ajeno a la verdad enseñada por Cristo, y tarde o temprano causaría un gran mal a la Iglesia y a las almas.
La cuestión tiene otro importante aspecto que conviene considerar. San Josemaría tenía una clara conciencia de que las actividades sociales y políticas no son simples enunciaciones de principios perennes, sino concretas realizaciones de bienes humanos y sociales en un contexto histórico, geográfico y cultural determinado, marcadas por una contingencia al menos parcialmente insuperable, que por otra parte es característica de todo lo práctico. Por eso, afirmaba que «nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es: estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también personal»[13]. Pero con esto no pretendía decir que todos los asuntos sociales son contingentes, ya que propagaba a los cuatro vientos, sin respetos humanos, las exigencias éticas universalmente válidas. Su pensamiento queda claramente reflejado en estas palabras: «No me olvides que, en los asuntos humanos, también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno. -Sólo en la fe y en la moral hay un criterio indiscutible: el de nuestra Madre la Iglesia»[14].
Por esta razón, San Josemaría afirmó y defendió el derecho y el deber de la Jerarquía de la Iglesia de pronunciar juicios morales sobre asuntos temporales, cuando ello era exigido por la fe o la moral cristianas[15]. Es más, enseñó constantemente que los fieles tienen entonces la obligación moral de aceptar esos juicios doctrinales[16], e incorporó a sus enseñanzas orales y escritas los contenidos fundamentales del magisterio pontificio y episcopal en materia social. Esta función del magisterio eclesiástico se refiere a los principios dogmáticos y morales, y a los hechos o proyectos que entran claramente en contradicción con ellos, pero no se extiende -salvo en alguna circunstancia de gravedad excepcional- a la elección de una opción política determinada si existen varias que son perfectamente compatibles con la conciencia cristiana.
De este modo queda claro que cuanto se dirá a continuación no mira a sugerir opciones políticas concretas, sino a subrayar algunos principios de ética social y política que informan la conciencia cristiana.
3. Participación y solidaridad
La concentración cristológica antes mencionada determina la visión que San Josemaría tiene de lo que significa para un cristiano estar en el mundo y vivir en el mundo o, con otras palabras, su concepción de la secularidad. Ésta se traduce en el imperativo de la responsabilidad y de la participación: vivir en el mundo significa sentirse responsable de él, asumiéndose la tarea de participar en las actividades humanas -profesionales, culturales, sociales y políticas- para configurarlas de acuerdo con la justicia, la libertad y los demás valores evangélicos. Y así escribe: «Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común»[17]. El trabajo en favor del bien común requiere empeño y generosidad, por lo que la pasividad, la pereza, el "dejar hacer", son tentaciones siempre al acecho ante las que un cristiano no debe ceder. «Los hijos de Dios, ciudadanos de la misma categoría que los otros, hemos de participar ‘sin miedo' en todas las actividades y organizaciones honestas de los hombres, para que Cristo esté presente allí. Nuestro Señor nos pedirá cuenta estrecha si, por dejadez o comodidad, cada uno de nosotros, libremente, no procura intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que dependen el presente y el futuro de la sociedad»[18].
Al hablar de participación, San Josemaría no se refería sólo a los ciudadanos, siempre pocos, que se dedican profesionalmente a la política, ni tampoco quería decir que convenía dedicarse a ella, lo que no sería bueno para los que carecen de las aptitudes necesarias; pensaba simplemente en el ciudadano que cumple sus deberes cívicos y ejercita sus derechos, y tanto en un caso como en el otro es coherente con su concepción del mundo, del hombre y del bien común político, asociándose libremente con quienes -cristianos o no- comparten esas ideas y están dispuestos a realizarlas. En este sentido lamentaba que es frecuente «aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos»[19].
En realidad no se trata de un deber específico de los cristianos, sino de un deber general de todos los ciudadanos, que los cristianos deben santificar. Los sistemas políticos actuales presuponen la participación de los ciudadanos, y sin ella no pueden funcionar adecuadamente. La expansión exagerada del aparato estatal, o el predominio de soluciones que no responden al sentir común, sino a la opinión de una minoría de activistas, se debe en buena parte «a la inhibición de los ciudadanos, a su pasividad para defender los derechos sagrados de la persona humana. Esta inactividad, que tiene su origen en la pereza mental y en la voluntad inerte, se da también en los ciudadanos católicos, que no acaban de ser conscientes de que hay otros pecados -y más graves- que los que se cometen contra el sexto precepto del Decálogo»[20].
Parte muy importante de la participación en la vida social y política es el trabajo de promoción social, la lucha contra la injusticia, la corrupción, la violencia y la falta de equidad en la distribución de los bienes económicos y culturales. «Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana, no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo en los ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar. Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística»[21]. San Josemaría estimuló a muchas personas para que dedicasen su actividad profesional a tareas de promoción social de carácter educativo, sanitario, asistencial, etc.,[22] dando útiles sugerencias para que esas tareas se desarrollasen de modo eficaz, valorizando los recursos locales y la dignidad de cuantos se benefician de ellas.
4. Libertad, responsabilidad y pluralismo
El principio de libertad, junto con el de participación a que nos acabamos de referir, ocupa un lugar central en las enseñanzas de San Josemaría. Él ve la libertad como un bien humano y cristiano de la máxima importancia. «Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros -para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje- integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, ‘porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad' (2 Cor III, 17). [...] Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante»[23].
Amar la libertad implica necesariamente amar «el pluralismo que la libertad lleva consigo»[24]. Pluralismo no es sinónimo de conflicto o de tensión: «El hecho de que alguno piense de distinta manera que yo -especialmente cuando se trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión- no justifica de ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo»[25]. Un cristiano no considera al adversario político como un enemigo, no le odia ni le maltrata, le deja hablar, le escucha, y en ningún caso recurre a la difamación ni a la calumnia, así como tampoco utiliza cuestiones privadas irrelevantes para el bien común como un arma política.
San Josemaría ve siempre la libertad acompañada por la responsabilidad. En un texto que se ha hecho célebre por su claridad, afirmaba que a un ciudadano cristiano bien intencionado «jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas [...]. Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen -en materias opinables- soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas»[26].
Esta última consideración, cuya sustancia ha sido recogida por el Código de Derecho Canónico del 1983[27], merecería un amplio comentario, que aquí no podemos hacer. Quizá alguien piense que ese modo de proceder llevaría a debilitar la presencia de los cristianos -y de los valores que para los cristianos son importantes- en la vida social y política. Pero en realidad sucede lo contrario. Querer imponer una única opinión sobre asuntos contingentes, llevaría a desunir a los cristianos en lo que, en cambio, es verdaderamente irrenunciable. «Así ocurre con frecuencia -escribía en una ocasión- que se ven católicos que sienten con mucha más fuerza la afinidad ideológica con otros hombres -aun enemigos de la Iglesia- que el mismo vínculo de la fe con sus hermanos católicos; y que, a la vez que disimulan las diferencias en lo esencial que les separan de personas de otras religiones, o sin religión ninguna, no saben aprovechar el denominador común que tienen con los demás católicos, para convivir con ellos y no exasperar las posibles diferencias de opinión en lo contingente»[28].
5. Libertad y formación cristiana
El énfasis en el principio de libertad y de responsabilidad personales presupone en el ciudadano cristiano la preocupación de adquirir una sólida formación, de manera que su actividad constituya efectivamente una positiva contribución al recto orden de la vida social. San Josemaría sentía vivamente la necesidad de proporcionar a todos esa formación. «Os diré, a este propósito, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían estas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos»[29]. Ese deseo hoy se ha hecho realidad, pues el Catecismo de la Iglesia Católica y diversos catecismos nacionales conceden la debida atención a los temas sociales y políticos[30]. El problema es de capital importancia, porque de la adecuada formación de los fieles depende que su presencia en la vida pública dé como resultado la ordenación cristiana del mundo, y no la «secularización» de los cristianos.
Cuando se habla aquí de formación, no se entiende propiamente la comunicación de soluciones concretas prefabricadas e irreformables, cerradas al diálogo constructivo. Formar es más bien promover una sensibilidad hacia las exigencias del bien común, así como estimular un pensamiento que, a la luz de la fe, permita progresar en la comprensión de la realidad y del cambio social. San Josemaría Escrivá de Balaguer veía en esta formación una fuente y un motivo de solidaridad, es decir, de participación solidaria en la empresa colectiva de búsqueda de la verdad. «En este ayudarse los unos a los otros ocupa un puesto importante el contribuir a conocer, a descubrir, la verdad. Nuestra inteligencia es limitada, sólo podemos -con esfuerzo y dedicación- llegar quizá a distinguir una parcela de la realidad, pero son muchas las cosas que se nos escapan. Una manifestación más de la solidaridad entre los hombres es hacer comunes los conocimientos, participar a los otros las verdades, que hemos llegado a encontrar, hasta constituir así ese patrimonio común que se llama civilización, cultura»[31].
6. Verdad y caridad
En la vida social puede existir, además del pluralismo de opciones políticas, una diversidad de creencias religiosas y de ideas morales: en un mismo Estado, en una misma ciudad, en el seno de una misma familia, frecuentemente conviven y colaboran personas que tienen creencias religiosas o morales diferentes de las que en conciencia consideramos verdaderas. Esta convivencia puede crear y crea de hecho tensiones y problemas de varia naturaleza. La doctrina de la Iglesia Católica sobre el derecho a la libertad religiosa[32], sobre la cooperación al mal[33] o sobre el comportamiento ante las leyes injustas[34], por ejemplo, constituye un criterio de acción para algunas de las situaciones que pueden plantearse.
Los problemas históricamente ligados a las diferencias religiosas y morales, junto con factores de tipo ideológico, han originado la mentalidad, muy extendida en algunos ambientes, de que la convicción de que existe una verdad sobre el bien de la persona y de las comunidades humanas acaba traduciéndose en injustas relaciones de dominio o de violencia entre los hombres. De esa idea, que ahora no nos detenemos a valorar, pueden surgir diversas actitudes: unos consideran que una cierta dosis de agnosticismo o de relativismo es un bien, o al menos un mal menor necesario para la convivencia democrática[35], por lo que piensan que de las verdades últimas es mejor no hablar en el ámbito público, llegando a veces a exigir, como condición para cualquier forma de diálogo, la disponibilidad del interlocutor a renunciar o, al menos, a poner entre paréntesis las convicciones constitutivas de la propia identidad; si alguien no está dispuesto a hacerlo, lo acusan de ser un mal ciudadano, un enemigo de la convivencia. Ante esta perspectiva, otros se cierran al diálogo, porque no quieren o no saben dar ciertas explicaciones, por miedo o porque se sienten sometidos a un chantaje moral, o bien entienden que el diálogo es un bien por el que vale la pena ceder, es decir, renunciar, al menos externa y tácticamente, a la propia identidad, aunque esta actitud implique una cierta doblez, poco leal tanto hacia las propias convicciones como hacia los mismos interlocutores.
Es éste un problema hacia el que San Josemaría demostró una sensibilidad muy delicada. Dos enseñanzas neotestamentarias están en la base de sus reflexiones: la advertencia del Señor de que no existe un verdadero dilema entre lo que se debe a Dios y lo que se debe al César[36], y la enseñanza de San Pablo de que la verdad ha de ser expuesta con caridad, sin herir[37]. Siguiendo esta enseñanza paulina, él no tenía dificultades para armonizar el derecho a mantener su propia identidad intelectual y espiritual y el deber de hablar sencillamente o de colaborar con quien tiene ideas diferentes. «Siempre suelo insistir, para que os quede bien clara esta idea, en que la doctrina de la Iglesia no es compatible con los errores que van contra la fe. Pero ¿no podemos ser amigos leales de quienes practiquen esos errores? Si tenemos bien firme la conducta y la doctrina, ¿no podemos tirar con ellos del mismo carro, en tantos campos?»[38].
Sin duda pensaba que la colaboración con personas de diversas creencias podía ser en muchas ocasiones una oportunidad de difundir la verdad y de disipar prejuicios y malentendidos. En todo caso, era imperativo mantener una línea de conducta evangélica; de ahí «la cristiana preocupación por hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica -mejor: principalmente en la acción apostólica-, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias»[39].
Distinguió con extrema claridad la relación íntima de la conciencia personal con la verdad de la relación entre personas. La primera está presidida por el poder normativo de la verdad, porque nunca es honrado no ser coherente con lo que en conciencia se juzga verdadero; la segunda, por la justicia y por las exigencias inalienables de la dignidad de la persona. Y por eso hablaba, pensando en la primera de esas dos relaciones, de la santa intransigencia, término con el que denominaba la coherencia, la sinceridad, a la que se opone la villanía, es decir, la actitud de quien estando convencido de que dos más dos son cuatro dice que son tres y medio por debilidad o por comodidad. Pero siempre añadía que la intransigencia referida a un aserto doctrinal no es santa si no va unida a la transigencia amable con la persona que sostiene una posición diversa de la nuestra y que consideramos errónea[40].
Su actitud en este punto era firme y clara, y no admitía excepciones. Consideraba la intolerancia una injusticia ante la que se debía reaccionar. «Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan»[41]. Supo vivir de modo práctico estas enseñanzas; ello es un hecho histórico, pues en 1950 obtuvo el permiso de la Santa Sede para que el Opus Dei admitiese como cooperadores a hombres y mujeres no católicos y no cristianos[42], y así se ha hecho desde entonces.
Todo esto hace ver, en definitiva, que amaba el diálogo abierto, leal y sincero. Creía en él como medio de cohesión social y como ocasión de entendimiento y de apostolado. Sin duda advertía que el bien común de la sociedad, y sobre todo de una sociedad compleja como la actual, exige relacionar adecuadamente un conjunto de instancias y puntos de vista diferentes, que no deben cerrarse en sí mismos ni obrar de modo puramente autoreferencial. Pero veía sobre todo que la condescendencia demostrada por Dios al querer que su Verbo eterno se hiciese también palabra humana, hacía del diálogo humano un criterio de conducta vinculante para la conciencia cristiana.
Los escritos de San Josemaría tratan también otros aspectos de la vida social (como son, por ejemplo, la opinión pública, la libertad de enseñanza, etc.), sobre los que ahora no podemos detenernos. Pensamos sin embargo que los temas tratados son suficientemente representativos de lo que era para él la cultura política propia de la conciencia cristiana.